Me pido la palabra:
"Avances tecnológicos e investigación"
"Avances tecnológicos e investigación"
Ya lo dice el personaje de Don Sebastián en la conocida zarzuela La Verbena de la Paloma: "Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad." A lo que el sátiro de Don Hilarión le replica "¡es una brutalidad!, apostillándole Don Sebastián "¡es una bestialidad!". Si eso se decía a finales del siglo XIX, ¡qué no se diría hoy! En la introducción a mi colaboración en el Libro homenaje al Profesor José Luis Iglesias Buhigues escribí: "A mediados de los años 80 del pasado siglo, en los inicios de mi carrera académica y siendo un becario que trabajaba en su tesis doctoral, tuve la ocasión de conocer personalmente al Profesor José Luis Iglesias Buhigues [...]. En aquellos años, en los que no existía Internet y que conseguir una copia de la reforma de la Ley Introductoria al Código Civil Alemán exigía tener buenos amigos o contactos privilegiados en el extranjero que quisieran hacerte el favor de fotocopiar el texto y enviártelo por correo (me refiero al correo de toda la vida), leer un trabajo de un Catedrático de nuestra asignatura a veces se convertía sino en misión imposible sí en una faena harto complicada, máxime cuando había sido publicado en una revista que no estaba en nuestra Universidad o el libro se había agotado. Al fin, cuando después de grandes fatigas se conseguía una copia, el lector se imaginaba cómo sería físicamente el autor, representándolo de múltiples maneras en función de su expresión escrita y de la impresión que le había producido la lectura del trabajo. Así pues, conocer al Profesor Iglesias Buhigues me permitió no sólo poner rostro a la persona que firmaba trabajos que yo había tenido ocasión de leer, sino también oírle hablar de temas sobre los que nuestros maestros –y nuestros «mayores»– nos exigían tener un conocimiento y una opinión, como el de la estructura unilateralista de un sistema de DIPr., que era el tema de su intervención en esa sesión."
En el último cuarto de siglo, quienes nos dedicamos a la investigación hemos visto facilitado nuestro trabajo muchísimo gracias a los avances tecnológicos. Estos han hecho posible que necesitemos menos tiempo para acceder a información o para redactar nuestros escritos. Así, en pocos segundos, Internet me permite no sólo conocer la fisonomía de una persona (en la actualidad no hubiese tenido que esperar, como me sucedió en los años 80, la celebración de una reunión científica para poner cara al Prof. Iglesias Buhigues, sino que hubiese sido suficiente con realizar una búsqueda en las imágenes de Google y en unos segundos hubiese obtenido media docena de fotografías suyas), sino que también mediante Internet puedo acceder a los índices de un gran número de publicaciones periódicas, a través de la base de datos de Dialnet, de la Universidad de La Rioja –incluso me permite formar una idea aproximada de las publicaciones (en monografías, capítulos de libro y colaboraciones en publicaciones periódicas) de una persona, pues esta base de datos suele contener alrededor del 70 por 100 de las publicaciones de los investigadores españoles; funcionalidad semejante ofrece Google académido–. Si lo que me interesa es el contenido de la última entrega de una publicación periódica, no tengo más que acudir a su página web para conocerlo. De este modo, en mi ámbito estoy perfectamente informado de los últimos trabajos aparecidos en prestigiosas revistas como la Rabels Zeitschrift, IPRax, el Anuario Español de Derecho Internacional Privado, la Revista Española de Derecho Internacional, el Spanish Yearbook of International Law o, incluso, de los últimos cursos publicados en el Recueil des cours de la Academia de La Haya de Derecho Internacional, y eso sólo por citar algunos casos relacionados con mi especialidad, que no difiere de otros ámbitos del Derecho. Es más, en algunas publicaciones esta información está a disposición del público antes de que sus suscriptores reciban el clásico y "eterno" ejemplar en formato papel. Por otro lado, también puedo acceder directamente y de forma totalmente gratuita a los propios contenidos de revistas electrónicas de acceso abierto, como Cuadernos de Derecho Transnacional, la Revista Electrónica de Estudios Internacionales o InDret. Creo de justicia abrir un paréntesis para realizar un reconocimiento de la labor de estas publicaciones en abierto, pues están realizando de manera gratuita un servicio público inestimable de difusión altruista del conocimiento. Cierro el paréntesis. Recuerdo que en mis años de investigación doctoral, para conseguir algunos trabajos doctrinales relacionados con mi tesis y publicados en revistas extranjeras, necesité del concurso inestimable del servicio de préstamo interbibliotecario, que me gestionó las peticiones y logró que después de varios meses (y del pago del preceptivo canon) pudiera disfrutar, cortesía de la British Library, de las correspondientes fotocopias de esos trabajos –fotocopias que, en algunos casos, parecían realizadas por los mismos Servicios gubernamentales que encargaban a Jim Phelps la Misión Imposible de turno, pues, al igual que la grabación en la que se encargaba la Misión, la fotocopias se borraban, se autodestruían, transcurrido un tiempo (¡hasta la tecnología del fotocopiado ha cambiado radicalmente!).
Pero las ventajas no se acaban aquí. Lo que en mi colaboración en el Libro Homenaje al Prof. Iglesias Buhigues describía como la ardua tarea de conseguir una norma de Derecho comparado, hoy está al alcance de unos pocos clics del ratón del ordenador (o de un par de instrucciones del teclado virtual del tablet o del smartphone, si uno ya navega con la última generación de ingenios informáticos) –como demostración de mis afirmaciones, y mientras escribo estas líneas, acabo de obtener mediante dos clics la Einführungsgesetz zum Bürgerlichen Gesetzbuche (Ley Introductoria al Código civil alemán), en otros dos el Code de droit international privé de Bélgica y en tres la suiza Loi fédérale sur le droit international privé–. En unos segundos, y en un texto totalmente actualizado (lo que para los juristas es absolutamente imprescindible), obtengo lo que hace más de 20 años precisaba de varias semanas, un amigo o conocido, y cierta influencia o agradecimiento. Todavía guardo como recuerdo de esos gloriosos años las fotocopias borrosas de uno de los primeros textos oficiales que se publicó de la Ley Federal Suiza de DIPr. del año 1987, a la que me he referido hace unos momentos.
La nuevas tecnologías me permiten consultar cada mañana, cómodamente sentado en mi despacho de la Facultad, las últimas novedades legislativas españolas, publicadas en el BOE, o las de la Unión Europa, aparecidas en las distintas series del DOUE. Puedo igualmente conocer el contenido y estado de los últimos Proyectos o Proposiciones de Ley, en fase de tramitación parlamentaria en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Con un poco de paciencia, y la inestimable ayuda de Google, puedo igualmente acceder a los Diarios Oficiales de un gran número de países. Durante mis primeros años en la Universidad, diariamente el bedel dejaba en cada Departamento (entonces en todas las universidades existía la ecuación Departamento = Área de Conocimiento) la correspondencia y el correspondiente ejemplar (en papel) del BOE, que solía tener de promedio unos cinco días de antigüedad (el retraso estaba en relación directa con la distancia entre la Imprenta del BOE y la Universidad en cuestión). Así que, si tenía suerte, en Palma de Mallorca podía tener acceso al texto de la Ley, del Real Decreto o de la Orden Ministerial correspondiente tres o cuatro días después de su publicación en el BOE.
Recuerdo que en el despacho del Catedrático de la asignatura había un ejemplar actualizado del Recueil des Conventions de la Conferencia de La Haya de Derecho Internacional Privado –estoy hablando, en aquél entonces, de la Biblia del DIPr.– que periódicamente quedaba desfasado, con cada nuevo texto convencional que la Conferencia aprobaba, y que había que sustituir por el nuevo ejemplar actualizado –entre que se aprobaba un nuevo texto y aparecía recogido en las publicaciones oficiales de la Conferencia y éstas llegaban al Departamento, podían pasar meses o, incluso, años–. Hoy en día, mediante Internet y tres clics de ratón, se puede acceder al texto de cualquiera de los Convenios aprobados por la Conferencia. A un par más de clics de distancia se puede, igualmente, obtener su traducción a otros idiomas o su estado actualizado (lista de países firmantes, ratificantes, fechas de entrada en vigor, reservas, denuncias,...).
Obtener la jurisprudencia era también labor titánica y, sobre todo, paciente. Había que esperar a que llegaran a la Biblioteca de la Facultad –o también a la del Departamento, si éste contaba con posibles económicos y, además, tenía Biblioteca propia– los correspondientes cuadernillos de actualización de Aranzadi (hoy en día Westlaw). Entre la fecha de la sentencia y la de recepción del cuadernillo podían pasar muchos meses e, incluso, años, y todo ello después de abonar la correspondiente suscripción, que no era económica. Nada que ver con el acceso gratuito hoy en día a las diversas bases de datos jurisprudenciales: bien la del Tribunal Constitucional, la del Consejo General del Poder Judicial (CENDOJ) o la de Dictámenes del Consejo de Estado. En relación con los tribunales supranacionales, el acceso es igualmente sencillo: la de los diferentes órganos jurisdiccionales que componen el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, o la del Tribunal Internacional de Justicia. Mención aparte merece el capítulo de cómo se accedía hace años a determinadas resoluciones judiciales que no se publicaban en ninguna colección jurisprudencial y que, por tanto, eran inéditos (me refiero fundamentalmente a una gran parte de los Autos de la Sala Primera del Tribunal Supremo sobre exequátur). Era algo así como que un becario de una Universidad madrileña conocía a un pariente de un funcionario de la Administración de Justicia que trabajaba en el Tribunal Supremo y que le permitía acceder a dichas resoluciones, que eran fotocopiadas y después las fotocopias dejadas en depósito en la Universidad de marras. Durante la Guerra Fría, el KGB, el MI6 y la CIA conseguían los documentos secretos de los Gobiernos "enemigos" de manera harto más sencilla.
No resulta más complicado obtener información precisa sobre una concreta obra. ¿Se ha publicado una nueva edición? Me han dicho que ha aparecido un nuevo libro de Fulanito, ¿es eso cierto? En mi especialidad, salir de dudas está nuevamente al alcance de un par de clics de ratón. Concretamente dos, una vez se ha entrado en la página web del Max-Planck-Institut für ausländisches und internationales Privatrecht, son los que tengo que realizar para poder consultar su Catálogo online, en el que se contienen las referencias de sus más de 500.000 volúmenes del fondo. O el Catálogo online del fondo bibliográfico del Institut suisse de droit comparé. Igualmente es posible acceder a prepublicaciones o, incluso, a publicaciones ya aparecidas en algunas revistas, algunas de ellas de difícil acceso, a través del repositorio internacional Social Science Research Network (SSRN).
Para finalizar, no quiero dejar de mencionar el salto cualitativo que supuso la aparición de los ordenadores personales y, sobre todo, de los programas informáticos para tratamiento de textos. Yo he tenido en mis manos la tesis doctoral de mi Maestro y su Memoria de Cátedra (la clásica "Concepto, Método y Fuentes del DIPr."), escritas con una máquina de escribir manual (cuando digo "manual" me refiero a esas máquinas/tanque anteriores a la generación de las IBM u Olivetti eléctricas), con las notas a pie de página colocadas manualmente, a ojo, y con las distintas copias realizadas con papel carbón. Si había que rectificar una página de un capítulo o de una sección ya concluidos, se intentaba introducir la corrección en la misma página o, como mucho, que en un par de páginas se absorbiera el nuevo texto –en el peor de los casos, había que introducir una nueva página y numerarla como "bis", pero eso era una prueba tangible de la rectificación–. Mi dos primeros trabajos (un comentario de jurisprudencia para la REDI y un artículo para La Ley) los redacté de esta manera y puedo asegurar que me horrorizó la simple posibilidad de tener que redactar toda mi tesis con la misma "tecnología" manual. Para los becarios y demás personal de escasos recursos económicos, el salto cualitativo vino de la mano del Amstrad PCW 8256 (pongo un enlace para que los lectores más jóvenes puedan hacerse una idea del aparato en cuestión), cuya intención fue sustituir a la máquina de escribir tradicional. Sus avances tecnológicos eran entonces apabullantes (irrisorios si los comparamos con un actual y sencillo Netbook de 200 euros): memoria RAM de 256 KB, ampliable a 512 KB; disco de 3 pulgadas de 160 KB de capacidad; CPU Zilog Z80A a 4 MHz, porque era 10 veces más barato que un procesador Intel 80286. Si la memoria no me falla, el precio de esta maravilla informática personal oscilaba en torno a las 100.000 pesetas (600 euros) de la época (año 1985, 1986) (en esos años, yo tenía una Beca FPI del Ministerio de 60.000 pesetas mensuales –unos 360 euro–, sin retenciones ni Seguridad Social). Redacté mi tesis con un "aparato" procesador de textos, de calidad inferior al Amstrad, que me prestaron, y que utilizaba un programa de tratamiento de textos denominado "Wordstar", que ni siquiera colocaba las notas a pie de página, por lo que en mi tesis las notas están al final del capítulo, y que no me permitía redactar documentos (Files) de más de 20 páginas seguidas, por lo que la tesis estaba contenida en tropecientos documentos (ya ni recuerdo su número total), que, a la hora de imprimir el texto definitivo, tuve que ensamblar sabiamente para que no se notaran los cambios de documentos informáticos y pareciera que cada capítulo se contenía en un documento único. A pesar de todo ello, estaba muy satisfecho con el "aparato", porque al menos pude escribir la tesis con un sistema operativo que me permitía corregir infinidad de veces el texto y dejarlo siempre limpio y a punto de imprimir. Y, además, en este sentido me consideraba un privilegiado en relación con la generación de mi Maestro, que tuvo que servirse de métodos más rupestres. Después vinieron los primeros portátiles (Laptops), a precio de Misa cantada: entre 250.000 y 500.000 pesetas de la época –finales de los años 80 y principios de los 90– (al cambio, entre 1.500 y 3.000 euros), que, además de pesar más que el baúl de la Piquer, tenían un disco duro de 60 Megas. Dado el precio, su adquisición se financiaba con cargo a algún proyecto de investigación, a los ahorros personales, a un crédito personal (a un interés de alrededor el 15%, que eran los propios de la época) o, incluso, a una combinación de varios de estos modos. Pero, comparado con lo que teníamos hasta ese momento, eran tecnología punta, que, además de poder viajar con él –y situarte en el punto de mira de todos los servicios de seguridad de los aeropuertos–, te permitía guardar en un solo documento el manuscrito de un libro y en cuyo disco duro podías almacenar todos tus escritos, y aún sobraba sitio.
Podría seguir, en plan Abuelo Cebolleta, mencionando muchos otros avances que han supuesto alguna novedad tecnológica, como el fax (hoy de capa caída), que en unos minutos permitía enviar textos que, de otra forma, se hubiesen demorado días o semana mediante el correo tradicional. O el correo electrónico, que ha enterrado el clásico género epistolar (por no hablar del Messenger, del WhatsApp, de Facebook o de Twitter). O las plataformas en las que se sustentan los Campus virtuales, como Moodle o WebCT. Mi agradecimiento a los Vint Cerf, Robert Kahn, Steve Jobs, Bill Gates, Paul Allen, Richard Stallman, Larry Page, Sergey Brin,... y a tantas y tantas otras personas, algunas de ellas anónimas, que con su intuición, su visión de futuro y su trabajo han hecho posible que la investigación sea más fácil y que el conocimiento circule más libremente. Ahora bien, toda esta tecnología es sólo un medio, que nos facilita sobremanera la vida y nuestro trabajo. Es una constatación de que no siempre "cualquier tiempo pasado fue mejor" y, a la vez, una vacuna contra la nostalgia. Pero no podemos olvidarnos de lo más importante: el factor humano. Todos estos medios dependen de la persona que los utiliza. Los mejores medios no otorgan calidad a un trabajo científico. Le ayudan, eso sí, pero no suplen las carencias intelectuales de su autor. Por eso, cuando no existían estas tecnologías se escribían trabajos de referencia, igual que en la actualidad. Y en estos momentos, con todos estos avances en el ámbito de la comunicación y de la información, también se escriben auténticas insensateces y vulgaridades científicas, lo mismo que cuando no existía esta tecnología. Excelentes, buenos y malos trabajos científicos han existido, existen y existirán siempre, con independencia de los avances tecnológicos. F.C. von Savigny escribió sus System des heutigen römischen Recht sin máquina de escribir, sin procesador de textos, sin Internet y, aunque a algunos les pueda parecer imposible, no tenía página web personal, ni cuenta en Twitter ni en Facebook. A pesar de carecer de todas esta tecnología, fue capaz de escribir una de las obras jurídicas fundamentales del siglo XIX, cuyo volumen VIII es la base del DIPr. actual. Las nuevas tecnologías pueden facilitarnos mucho la investigación pero jamás, jamás podrán suplir la valía intelectual de una persona, fruto de su concienzuda preparación, plasmada en un trabajo constante y de calidad.
Y este es mi parecer, que someto a cualquier otro mejor fundado.
Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares
En el último cuarto de siglo, quienes nos dedicamos a la investigación hemos visto facilitado nuestro trabajo muchísimo gracias a los avances tecnológicos. Estos han hecho posible que necesitemos menos tiempo para acceder a información o para redactar nuestros escritos. Así, en pocos segundos, Internet me permite no sólo conocer la fisonomía de una persona (en la actualidad no hubiese tenido que esperar, como me sucedió en los años 80, la celebración de una reunión científica para poner cara al Prof. Iglesias Buhigues, sino que hubiese sido suficiente con realizar una búsqueda en las imágenes de Google y en unos segundos hubiese obtenido media docena de fotografías suyas), sino que también mediante Internet puedo acceder a los índices de un gran número de publicaciones periódicas, a través de la base de datos de Dialnet, de la Universidad de La Rioja –incluso me permite formar una idea aproximada de las publicaciones (en monografías, capítulos de libro y colaboraciones en publicaciones periódicas) de una persona, pues esta base de datos suele contener alrededor del 70 por 100 de las publicaciones de los investigadores españoles; funcionalidad semejante ofrece Google académido–. Si lo que me interesa es el contenido de la última entrega de una publicación periódica, no tengo más que acudir a su página web para conocerlo. De este modo, en mi ámbito estoy perfectamente informado de los últimos trabajos aparecidos en prestigiosas revistas como la Rabels Zeitschrift, IPRax, el Anuario Español de Derecho Internacional Privado, la Revista Española de Derecho Internacional, el Spanish Yearbook of International Law o, incluso, de los últimos cursos publicados en el Recueil des cours de la Academia de La Haya de Derecho Internacional, y eso sólo por citar algunos casos relacionados con mi especialidad, que no difiere de otros ámbitos del Derecho. Es más, en algunas publicaciones esta información está a disposición del público antes de que sus suscriptores reciban el clásico y "eterno" ejemplar en formato papel. Por otro lado, también puedo acceder directamente y de forma totalmente gratuita a los propios contenidos de revistas electrónicas de acceso abierto, como Cuadernos de Derecho Transnacional, la Revista Electrónica de Estudios Internacionales o InDret. Creo de justicia abrir un paréntesis para realizar un reconocimiento de la labor de estas publicaciones en abierto, pues están realizando de manera gratuita un servicio público inestimable de difusión altruista del conocimiento. Cierro el paréntesis. Recuerdo que en mis años de investigación doctoral, para conseguir algunos trabajos doctrinales relacionados con mi tesis y publicados en revistas extranjeras, necesité del concurso inestimable del servicio de préstamo interbibliotecario, que me gestionó las peticiones y logró que después de varios meses (y del pago del preceptivo canon) pudiera disfrutar, cortesía de la British Library, de las correspondientes fotocopias de esos trabajos –fotocopias que, en algunos casos, parecían realizadas por los mismos Servicios gubernamentales que encargaban a Jim Phelps la Misión Imposible de turno, pues, al igual que la grabación en la que se encargaba la Misión, la fotocopias se borraban, se autodestruían, transcurrido un tiempo (¡hasta la tecnología del fotocopiado ha cambiado radicalmente!).
Pero las ventajas no se acaban aquí. Lo que en mi colaboración en el Libro Homenaje al Prof. Iglesias Buhigues describía como la ardua tarea de conseguir una norma de Derecho comparado, hoy está al alcance de unos pocos clics del ratón del ordenador (o de un par de instrucciones del teclado virtual del tablet o del smartphone, si uno ya navega con la última generación de ingenios informáticos) –como demostración de mis afirmaciones, y mientras escribo estas líneas, acabo de obtener mediante dos clics la Einführungsgesetz zum Bürgerlichen Gesetzbuche (Ley Introductoria al Código civil alemán), en otros dos el Code de droit international privé de Bélgica y en tres la suiza Loi fédérale sur le droit international privé–. En unos segundos, y en un texto totalmente actualizado (lo que para los juristas es absolutamente imprescindible), obtengo lo que hace más de 20 años precisaba de varias semanas, un amigo o conocido, y cierta influencia o agradecimiento. Todavía guardo como recuerdo de esos gloriosos años las fotocopias borrosas de uno de los primeros textos oficiales que se publicó de la Ley Federal Suiza de DIPr. del año 1987, a la que me he referido hace unos momentos.
La nuevas tecnologías me permiten consultar cada mañana, cómodamente sentado en mi despacho de la Facultad, las últimas novedades legislativas españolas, publicadas en el BOE, o las de la Unión Europa, aparecidas en las distintas series del DOUE. Puedo igualmente conocer el contenido y estado de los últimos Proyectos o Proposiciones de Ley, en fase de tramitación parlamentaria en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Con un poco de paciencia, y la inestimable ayuda de Google, puedo igualmente acceder a los Diarios Oficiales de un gran número de países. Durante mis primeros años en la Universidad, diariamente el bedel dejaba en cada Departamento (entonces en todas las universidades existía la ecuación Departamento = Área de Conocimiento) la correspondencia y el correspondiente ejemplar (en papel) del BOE, que solía tener de promedio unos cinco días de antigüedad (el retraso estaba en relación directa con la distancia entre la Imprenta del BOE y la Universidad en cuestión). Así que, si tenía suerte, en Palma de Mallorca podía tener acceso al texto de la Ley, del Real Decreto o de la Orden Ministerial correspondiente tres o cuatro días después de su publicación en el BOE.
Recuerdo que en el despacho del Catedrático de la asignatura había un ejemplar actualizado del Recueil des Conventions de la Conferencia de La Haya de Derecho Internacional Privado –estoy hablando, en aquél entonces, de la Biblia del DIPr.– que periódicamente quedaba desfasado, con cada nuevo texto convencional que la Conferencia aprobaba, y que había que sustituir por el nuevo ejemplar actualizado –entre que se aprobaba un nuevo texto y aparecía recogido en las publicaciones oficiales de la Conferencia y éstas llegaban al Departamento, podían pasar meses o, incluso, años–. Hoy en día, mediante Internet y tres clics de ratón, se puede acceder al texto de cualquiera de los Convenios aprobados por la Conferencia. A un par más de clics de distancia se puede, igualmente, obtener su traducción a otros idiomas o su estado actualizado (lista de países firmantes, ratificantes, fechas de entrada en vigor, reservas, denuncias,...).
Obtener la jurisprudencia era también labor titánica y, sobre todo, paciente. Había que esperar a que llegaran a la Biblioteca de la Facultad –o también a la del Departamento, si éste contaba con posibles económicos y, además, tenía Biblioteca propia– los correspondientes cuadernillos de actualización de Aranzadi (hoy en día Westlaw). Entre la fecha de la sentencia y la de recepción del cuadernillo podían pasar muchos meses e, incluso, años, y todo ello después de abonar la correspondiente suscripción, que no era económica. Nada que ver con el acceso gratuito hoy en día a las diversas bases de datos jurisprudenciales: bien la del Tribunal Constitucional, la del Consejo General del Poder Judicial (CENDOJ) o la de Dictámenes del Consejo de Estado. En relación con los tribunales supranacionales, el acceso es igualmente sencillo: la de los diferentes órganos jurisdiccionales que componen el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, o la del Tribunal Internacional de Justicia. Mención aparte merece el capítulo de cómo se accedía hace años a determinadas resoluciones judiciales que no se publicaban en ninguna colección jurisprudencial y que, por tanto, eran inéditos (me refiero fundamentalmente a una gran parte de los Autos de la Sala Primera del Tribunal Supremo sobre exequátur). Era algo así como que un becario de una Universidad madrileña conocía a un pariente de un funcionario de la Administración de Justicia que trabajaba en el Tribunal Supremo y que le permitía acceder a dichas resoluciones, que eran fotocopiadas y después las fotocopias dejadas en depósito en la Universidad de marras. Durante la Guerra Fría, el KGB, el MI6 y la CIA conseguían los documentos secretos de los Gobiernos "enemigos" de manera harto más sencilla.
No resulta más complicado obtener información precisa sobre una concreta obra. ¿Se ha publicado una nueva edición? Me han dicho que ha aparecido un nuevo libro de Fulanito, ¿es eso cierto? En mi especialidad, salir de dudas está nuevamente al alcance de un par de clics de ratón. Concretamente dos, una vez se ha entrado en la página web del Max-Planck-Institut für ausländisches und internationales Privatrecht, son los que tengo que realizar para poder consultar su Catálogo online, en el que se contienen las referencias de sus más de 500.000 volúmenes del fondo. O el Catálogo online del fondo bibliográfico del Institut suisse de droit comparé. Igualmente es posible acceder a prepublicaciones o, incluso, a publicaciones ya aparecidas en algunas revistas, algunas de ellas de difícil acceso, a través del repositorio internacional Social Science Research Network (SSRN).
Para finalizar, no quiero dejar de mencionar el salto cualitativo que supuso la aparición de los ordenadores personales y, sobre todo, de los programas informáticos para tratamiento de textos. Yo he tenido en mis manos la tesis doctoral de mi Maestro y su Memoria de Cátedra (la clásica "Concepto, Método y Fuentes del DIPr."), escritas con una máquina de escribir manual (cuando digo "manual" me refiero a esas máquinas/tanque anteriores a la generación de las IBM u Olivetti eléctricas), con las notas a pie de página colocadas manualmente, a ojo, y con las distintas copias realizadas con papel carbón. Si había que rectificar una página de un capítulo o de una sección ya concluidos, se intentaba introducir la corrección en la misma página o, como mucho, que en un par de páginas se absorbiera el nuevo texto –en el peor de los casos, había que introducir una nueva página y numerarla como "bis", pero eso era una prueba tangible de la rectificación–. Mi dos primeros trabajos (un comentario de jurisprudencia para la REDI y un artículo para La Ley) los redacté de esta manera y puedo asegurar que me horrorizó la simple posibilidad de tener que redactar toda mi tesis con la misma "tecnología" manual. Para los becarios y demás personal de escasos recursos económicos, el salto cualitativo vino de la mano del Amstrad PCW 8256 (pongo un enlace para que los lectores más jóvenes puedan hacerse una idea del aparato en cuestión), cuya intención fue sustituir a la máquina de escribir tradicional. Sus avances tecnológicos eran entonces apabullantes (irrisorios si los comparamos con un actual y sencillo Netbook de 200 euros): memoria RAM de 256 KB, ampliable a 512 KB; disco de 3 pulgadas de 160 KB de capacidad; CPU Zilog Z80A a 4 MHz, porque era 10 veces más barato que un procesador Intel 80286. Si la memoria no me falla, el precio de esta maravilla informática personal oscilaba en torno a las 100.000 pesetas (600 euros) de la época (año 1985, 1986) (en esos años, yo tenía una Beca FPI del Ministerio de 60.000 pesetas mensuales –unos 360 euro–, sin retenciones ni Seguridad Social). Redacté mi tesis con un "aparato" procesador de textos, de calidad inferior al Amstrad, que me prestaron, y que utilizaba un programa de tratamiento de textos denominado "Wordstar", que ni siquiera colocaba las notas a pie de página, por lo que en mi tesis las notas están al final del capítulo, y que no me permitía redactar documentos (Files) de más de 20 páginas seguidas, por lo que la tesis estaba contenida en tropecientos documentos (ya ni recuerdo su número total), que, a la hora de imprimir el texto definitivo, tuve que ensamblar sabiamente para que no se notaran los cambios de documentos informáticos y pareciera que cada capítulo se contenía en un documento único. A pesar de todo ello, estaba muy satisfecho con el "aparato", porque al menos pude escribir la tesis con un sistema operativo que me permitía corregir infinidad de veces el texto y dejarlo siempre limpio y a punto de imprimir. Y, además, en este sentido me consideraba un privilegiado en relación con la generación de mi Maestro, que tuvo que servirse de métodos más rupestres. Después vinieron los primeros portátiles (Laptops), a precio de Misa cantada: entre 250.000 y 500.000 pesetas de la época –finales de los años 80 y principios de los 90– (al cambio, entre 1.500 y 3.000 euros), que, además de pesar más que el baúl de la Piquer, tenían un disco duro de 60 Megas. Dado el precio, su adquisición se financiaba con cargo a algún proyecto de investigación, a los ahorros personales, a un crédito personal (a un interés de alrededor el 15%, que eran los propios de la época) o, incluso, a una combinación de varios de estos modos. Pero, comparado con lo que teníamos hasta ese momento, eran tecnología punta, que, además de poder viajar con él –y situarte en el punto de mira de todos los servicios de seguridad de los aeropuertos–, te permitía guardar en un solo documento el manuscrito de un libro y en cuyo disco duro podías almacenar todos tus escritos, y aún sobraba sitio.
Podría seguir, en plan Abuelo Cebolleta, mencionando muchos otros avances que han supuesto alguna novedad tecnológica, como el fax (hoy de capa caída), que en unos minutos permitía enviar textos que, de otra forma, se hubiesen demorado días o semana mediante el correo tradicional. O el correo electrónico, que ha enterrado el clásico género epistolar (por no hablar del Messenger, del WhatsApp, de Facebook o de Twitter). O las plataformas en las que se sustentan los Campus virtuales, como Moodle o WebCT. Mi agradecimiento a los Vint Cerf, Robert Kahn, Steve Jobs, Bill Gates, Paul Allen, Richard Stallman, Larry Page, Sergey Brin,... y a tantas y tantas otras personas, algunas de ellas anónimas, que con su intuición, su visión de futuro y su trabajo han hecho posible que la investigación sea más fácil y que el conocimiento circule más libremente. Ahora bien, toda esta tecnología es sólo un medio, que nos facilita sobremanera la vida y nuestro trabajo. Es una constatación de que no siempre "cualquier tiempo pasado fue mejor" y, a la vez, una vacuna contra la nostalgia. Pero no podemos olvidarnos de lo más importante: el factor humano. Todos estos medios dependen de la persona que los utiliza. Los mejores medios no otorgan calidad a un trabajo científico. Le ayudan, eso sí, pero no suplen las carencias intelectuales de su autor. Por eso, cuando no existían estas tecnologías se escribían trabajos de referencia, igual que en la actualidad. Y en estos momentos, con todos estos avances en el ámbito de la comunicación y de la información, también se escriben auténticas insensateces y vulgaridades científicas, lo mismo que cuando no existía esta tecnología. Excelentes, buenos y malos trabajos científicos han existido, existen y existirán siempre, con independencia de los avances tecnológicos. F.C. von Savigny escribió sus System des heutigen römischen Recht sin máquina de escribir, sin procesador de textos, sin Internet y, aunque a algunos les pueda parecer imposible, no tenía página web personal, ni cuenta en Twitter ni en Facebook. A pesar de carecer de todas esta tecnología, fue capaz de escribir una de las obras jurídicas fundamentales del siglo XIX, cuyo volumen VIII es la base del DIPr. actual. Las nuevas tecnologías pueden facilitarnos mucho la investigación pero jamás, jamás podrán suplir la valía intelectual de una persona, fruto de su concienzuda preparación, plasmada en un trabajo constante y de calidad.
Y este es mi parecer, que someto a cualquier otro mejor fundado.
Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares
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