miércoles, 4 de julio de 2012

Me pido la palabra: "¿Qué puedo hacer yo por la Universidad?"


Me pido la palabra:

"¿Qué puedo hacer yo por la Universidad?"

El mes pasado, Antonio, un amigo de hace muchos años, me envió un correo electrónico comunicándome el fallecimiento de su padre, al que desde hace tiempo sus achaques obligaban a hospitalizarlo periódicamente. El correo de mi amigo me impresionó por lo que contaba de su padre, porque su vida era igual o parecida a la de muchas personas que nacieron en el primer tercio del siglo pasado. Me permito reproducirlo con algunas modificaciones, para evitar identificaciones pues, al fin y al cabo, es un correo personal (previamente, he de advertir que mi amigo es de un pequeño pueblo de la Provincia de Zaragoza):
"Ha fallecido mi padre a los 88 años de edad en la localidad de P. (Zaragoza). Qué se puede decir de un padre. Para mí ha sido la mejor persona del mundo. A pesar de sus pocos estudios, porque antes había que trabajar desde crío, era un persona que tenía un memoria enorme, se acordaba de toda la gente del pueblo, abuelos, padres, hijos, nietos. Yo lo recordaré sentado en esos bancos de la Plaza de M.S., con otros vecinos del pueblo, con sus charradicas, y pasando las tardes. Sé que de los pocos que quedan de ese banco debajo de mi casa, donde una foto salió en el suplemento del Heraldo de Aragón con la burrica, alguna de esas personas que salían en ese reportaje ya han fallecido también.
Mi padre me contaba que lo buscaban para llevar ganados de reses ovinas desde el pueblo a Zaragoza, parando a dormir en alguna paridera, llegar a la ciudad y volver otra vez al pueblo, alguna vez con el tren hasta las V. de M. y andando unos 15 kilómetros hasta su casa. Me decía que se conocía todos caminos para llegar a Zaragoza y que la mayoría de las veces iban a buscarlo a él.
Ha sido una persona que ha trabajo muchísimo a lo largo de toda su vida, ya con los rebaños que llegó a tener, como con la labranza, la siega, la trilla, el grano, la paja. Esos años sí que era trabajar. Luego, al acabar su trabajo, le llamaban para descargar un remolque de sacos de cebada o de trigo y ahí estaba él para ganarse unas pesetas.
Tuvimos el bar unos años, y además de atenderlo, no dejaba el campo; o si alguna persona de fuera venía a buscar gente para trabajar fuera del pueblo, no ponía ninguna pega para trabajar donde fuera. Así, con la vendimia, todos años se iba gente a Alfamén y él también allí iba, durmiendo en malas condiciones, pajares o donde fuera, para acabar la temporada de la vendimia y ganarse un dinero para casa, y seguir con su trabajo. Lo recuerdo trabajando en el asfaltado de la carretera cerca P., desde que se hacía de día hasta que se ponía el sol."
Este correo me trajo a la mente las penurias de la generación de mis padres y la de sus padres, es decir, mis abuelos. De entrada, les tocó vivir una guerra inmisericorde (como todas las guerras civiles) y una postguerra cruel, con miseria (material y humana), hambre y muchas, muchas privaciones. De pequeño, cuando me negaba a comer lo que se me ponía en el plato, porque ya no tenía más hambre o, sencillamente, no me gustaba, siempre se me afeaba la conducta con la frase "deberías haber pasado una guerra y una postguerra: no te quejarías de la comida y te la acabarías sin rechistar" [ni que decir tiene que en mi casa, como en la de la inmensa mayoría de mis compañeros, se comía todo, repito, todo (todavía ahora debo realizar un gran esfuerzo de voluntad para, con la vana finalidad de intentar mantener la línea, no acabarme la comida que se me pone en el plato)]. Esas generaciones, la de mis abuelos y luego la de mis padres -que lo aprendieron de sus padres-, lucharon y trabajaron lo indecible y en condiciones muy duras para vencer las penurias existentes y sacar adelante no sólo a su familia, es decir, a nosotros, sino también al país (no era raro que alguno de ellos tuviera varios empleos, el famoso "pluriempleo", y recuerdo un caso en el que me preguntaba cuándo dormía, pues dudaba que, trabajando lo que trabajaba, le quedaran horas para el descanso). Y la gran mayoría de ellos jamás se quejó ni pidió nada a cambio.
De esa generación de sufridos trabajadores salió nuestra generación, nosotros, que, afortunadamente, no conocimos guerra ni postguerra ni grandes penurias materiales, gracias al trabajo y al esfuerzo que realizaron nuestros padres para que tuviéramos todo aquello de lo que ellos habían carecido. A su vez, nosotros hemos criado a una nueva generación a la que la vida y los avatares de sus abuelos y bisabuelos les parece más un cuento sacado de un libro de Charles Dickens, es decir, una fantasía, algo irreal e inventado. Pues bien, nosotros nos hemos olvidado de lo dura que fue la vida de nuestros abuelos y de nuestros padres, de lo que ellos trabajaron para que la nuestra no lo fuera tanto y, encima, nuestros hijos consideran que tenerlo todo es un estado natural de la persona y un Derecho humano inviolable. Como consecuencia de ello, cuando vienen mal dadas -y ahora, sin duda, vienen muy mal dadas-, nos deprimimos y nos lamentamos de nuestra mala suerte, preguntando angustiosamente qué hay de lo nuestro, porque creemos a pies juntillas que todo se nos es debido. Sinceramente, creo que es una actitud equivocada.

Agradezco a Antonio que me enviara ese correo, no sólo para comunicarme el fallecimiento de su padre sino también porque me ha hecho reflexionar sobre la actitud de la generación de nuestros padres ante las difíciles circunstancias que les tocó vivir, sobre nuestra actitud hacia nuestros padres, que tanto hicieron por nuestro bienestar, y finalmente sobre nuestra actitud ante lo que en estos tiempos complicados nos ha tocado vivir. Ya he hablado de la primera. La segunda no la trataré, porque pertenece al ámbito de la intimidad familiar y personal y cada uno conoce perfectamente sus circunstancias. Sin embargo, me parece interesante analizar nuestra respuesta a los retos que nos está planteando el momento actual, y como soy profesor de Universidad, al igual que una gran parte de los lectores de este blog, limitaré mis reflexiones a mi entorno y a mi profesión.

Parafraseando al Presidente J.F. Kennedy en su famosa frase pronunciada en el discurso inaugural de su presidencia, creo que en estos momentos de dureza extrema para muchos de nuestros conciudadanos no podemos, no debemos, preguntarnos lo que la Universidad puede hacer por nosotros sino más bien lo que nosotros podemos hacer por la Universidad, por nuestra Universidad. A fuer de sinceros, los profesores universitarios debemos reconocer que hemos recibido mucho de la Universidad: una formación de gran calidad, acceso a centros de investigación nacionales y extranjeros, contactos académicos, el prestigio y reconocimiento de la investigación bien hecha, la satisfacción de formar a generaciones de jóvenes, un trabajo más o menos bien remunerado y muchas otras pequeñas cosas que convierten nuestra profesión en un trabajo afortunado, atractivo y, sobre todo, vocacional. Si tanto hemos recibido de la institución, ahora que han girado las tornas y vivimos momentos de estrecheces y recortes presupuestarios, creo que es de justicia plantearnos qué podemos hacer nosotros para continuar prestigiando la Universidad y para conseguir que la institución siga prestando a la sociedad el servicio público de la educación superior y la investigación que tiene encomendados.

Aquí tenéis una corta lista, por supuesto no exhaustiva, de cosas que se me han ocurrido podemos hacer, o continuar haciendo:
– Continuar investigando dentro de nuestras posibilidades, aunque hayan disminuido drásticamente los fondos destinados a tal fin. Los que pertenecemos a ramas del conocimiento que tradicionalmente hemos investigado sin grandes necesidades presupuestarias y al margen de grandes proyectos, creo que debemos continuar haciéndolo. La sociedad se merece que lo intentemos y dejemos temporalmente a un lado el qué hay de lo mío.
– Mantener la transferencia de resultados de nuestra investigación y, en la medida de lo posible, realizarla de forma que, con un mínimo coste, beneficie a una gran mayoría. Cada uno es muy libre de valorar su tiempo y esfuerzo como mejor le plazca, pero no olvidemos que en caso de desajuste entre oferta y demanda, quien primero se resiente es la oferta. El mundo del Derecho, que es el que mejor conozco, está sufriendo ajustes implacables en este sentido. Son momentos en los que debemos valorar muy bien el coste de la transferencia de resultados e intentar olvidarnos del qué hay de lo mío.
– Cuidar especialmente la docencia y no racanearle dedicación, especialmente en estas horas de puesta en marcha de las titulaciones de Grado. Los nuevos planes de estudio exigen mayor dedicación que los tradicionales de Licenciatura: ajustada ratio de alumnos por clase, aumento de nuestra actividad docente mediante la realización y corrección de ejercicios de evaluación, disminución de las socorridas (y cómodas, para los profesores) clases magistrales, etc. Si a ello añadimos la disminución de la dotación presupuestaria para personal, el resultado de la ecuación es sencillo: aumento de nuestra actividad y de nuestra carga docente. Ante ello, no creo que sea el momento adecuado para buscar el escaqueo de los deberes docentes. Nuestros alumnos no tienen culpa de la situación económica actual. Es más, ellos (en la mayoría de casos, sus padres) pagan unas tasas académicas para recibir una enseñanza de calidad, para recibir -no me cansaré de repetirlo, porque creo que en algunos sectores universitaros no se tiene lo suficientemente en cuenta- el servicio público de la educación superior. ¿Vamos a empezar ahora los profesores a planear actividades académicas que se pueden resolver con cuatro patadas y que representan para nosotros escaso trabajo, porque consideramos que nuestro esfuerzo por la institución universitaria debe ser el mínimo justo, porque todo se nos es debido y nada, o casi nada, le debemos?
– Ayudar a los alumnos en el proceso de adquisición de conocimientos. La principal función de la Universidad es la transmisión del conocimiento y a ella creo que hemos de dedicar una gran parte de nuestros esfuerzos. No estoy pidiendo que se regalen los títulos, ni mucho menos. Los alumnos deben esforzarse razonablemente y obtener unos resultados también razonables. El esfuerzo y la dedicación del alumno, elementos ineludibles de su formación, deben ser recompensados adecuadamente; cuando no, porque nadie aprecia lo que ha obtenido sin esfuerzo.
– Favorecer la promoción de las generaciones de investigadores y profesores que nos siguen. Pocas cosas hay más despreciables en la Universidad que el Catedrático que durante años ha bloqueado la promoción de sus discípulos para poder continuar siendo "el único Catedrático del área", el "jefe" -máxima expresión del qué hay de lo mío- (conozco el caso de un par de Catedráticos que durante más de tres lustros bloquearon la provisión de las cátedras de su especialidad con la única finalidad espuria de poder continuar mandando y de realizar los trabajos científicos que surgían). El castigo que estos individuos suelen recibir es la rebelión, primero, y el despreció, después, de sus propios discípulos. Este deber de promoción no lo entiendo como un obsequio, pues hay que recordar a las nuevas generaciones de profesores que ellos tienen la responsabilidad de la creación y el desarrollo de su propio currículo (docente, investigador y de gestión). Nosotros podemos (y debemos) ayudarles, poniendo a su disposición nuestros contactos y nuestra experiencia para que publiquen, investiguen y se formen, pero de ellos depende aprovecharlos.
– Colaborar en las tareas de gestión universitaria. Durante años se han venido despreciado las tareas de gestión y eso a pesar de que todos somos conscientes de que alguien debe dirigir un Departamento, una Facultad o una Universidad. Puesto que a lo largo de una gran parte de nuestra vida universitaria alguien se encargó de dirigir nuestra Universidad y sus centros, en algún momento tendremos que hacer nosotros lo propio, devolver a la comunidad universitaria lo que durante años hemos recibido. Entre los profesores que siempre han renegado de la gestión y los que ahora la buscan desaforadamente, porque es un mérito a valorar en los procesos de acreditación para los cuerpos docentes universitarios -variaciones ambas del qué hay de lo mío-, existe un amplio abanico de dedicaciones a las tareas de gestión.

Estos son solamente algunos ejemplos de lo que los profesores universitarios podemos hacer por la institución de la Universidad en las difíciles circunstancias económicas actuales. La generación de nuestros padres trabajó muy duro sin quejarse ni pedir nada a cambio. ¿Vamos a ser ahora nosotros los guapitos de cara que no queremos devolver a la sociedad y a la Universidad una parte de lo que hemos recibido de ella? ¿Nos vamos a rebelar ante la posibilidad de que tengamos que hacer algo pro bono publico en favor de la institución? ¿Vamos a continuar pensando solamente en nosotros mismos, en el egoísta qué hay de lo mío, porque, sencillamente, estamos convencidos que todo se nos es debido? Sinceramente, no es ese el ejemplo que recibimos de la generación de nuestros padres.

Y este es mi parecer, que someto a cualquier otro mejor fundado.

Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares

2 comentarios:

  1. Muchas gracias por esta franca reflexión, Federico! Es todo un programa para un profesor universitario y me ha entusiasmado. Vale la pena y voy a procurar ponerla en práctica.

    Pedro Herrera
    Catedrático de Derecho Financiero UNED

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    1. Gracias a ti, Pedro. Creo que hay muchos profesores que ya trabajan en esta línea aunque en estos momentos no está de más recordar nuestra deuda con la Universidad y con la sociedad.
      Un saludo muy cordial.

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