Me pido la palabra:
"De un buen profesor no te olvidas jamás... y de uno malo tampoco (o por qué los profesores universitarios tenemos mala prensa)"
"De un buen profesor no te olvidas jamás... y de uno malo tampoco (o por qué los profesores universitarios tenemos mala prensa)"
El mes pasado reflexionaba sobre los problemas que, a mi entender, plantea el Real Decreto-Ley 14/2012 de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo. Mayo ha sido rico en acontecimientos en los que la Universidad ha sido la protagonista, y no precisamente para bien. Lamentablemente, los miembros de la comunidad universitaria hemos aparecido ante la sociedad como un lobby que solamente defiende sus intereses y a los que únicamente interesa conservar sus privilegios. ¿Qué privilegios?, me pregunto. Supongo que cuando se habla de los «privilegios» del personal docente e investigador se está haciendo referencia a estos hechos, íntimamente ligados a nuestra labor universitaria:
– Cada seis años, al menos, se nos examina (si bien es cierto que de forma voluntaria) la actividad científica, es decir, nuestra productividad, desarrollada durante ese período.
– Cada cinco años debemos rendir cuentas de nuestra actividad docente.
– Periódicamente (entre cuatro y siete años), y dependiendo de la Comunidad Autónoma en la que radica nuestra Universidad, debemos someter el trabajo realizado en ese lapso temporal en los ámbitos docente, investigador e, incluso, de excelencia investigadora. El objeto de este nuevo examen es que una Comisión determine si somos acreedores del correspondiente complemento retributivo, que no suelen ser consolidables –al menos así sucede en mi Comunidad Autónoma–, por lo que si no se pasan los filtros de concesión/renovación se pierde el complemento. Es preciso recordar que, para alguno de estos complementos, el «examen» periódico los profesores lo realizamos no como un privilegio sino como una forma de equipar nuestros sueldos –fijados anualmente, como funcionarios públicos que somos, por la Ley de presupuestos generales del Estado– a los equivalentes de los funcionarios autonómicos que tienen nuestro mismo nivel retributivo, puesto que los nuestros son inferiores.
– Para ascender en la complicada escala de categorías docentes –más que «escala» creo que habría que hablar de «escalinata», al estilo de las pirámides de Chichén Itzá: Ayudante, Ayudante doctor, Contratado doctor, Profesor Titular, Catedrático (por no mencionar las figuras creadas específicamente por algunas Comunidades Autónomas)–, pues bien, el ascenso al peldaño superior implica que el candidato se someta a un proceso de acreditación ante una Comisión de especialistas y la realización de un concurso de acceso ante una nueva Comisión de especialistas. Como puede verse, las comisiones son consustanciales al mundo universitario.
– Cuando uno ya pertenece a una categoría y desea, por razones muy respetables y variadas, cambiar de destino, cambiar de Universidad, debe volver a someter su currículum docente e investigador a un nuevo proceso de evaluación ante otra Comisión de expertos; es decir, debe realizar un nuevo concurso de acceso.
– Todo lo anterior presupone que la persona que ha obtenido el título de «Licenciado» (a partir de ahora, el de «Graduado») y desea realizar la carrera académica, debe cursar y superar los correspondientes cursos de doctorado y másteres, demostrar su capacidad investigadora, escribir una tesis doctoral y que ésta reciba el visto bueno (el aprobado) que le otorga un tribunal de cinco especialistas, todos ellos doctores, del ámbito en el que se incardina la tesis.
– Lo anterior también supone que, desde que una persona obtiene el título de Licenciado (ahora, Graduado) y llega a la cúspide de la carrera docente, es decir, obtiene la Cátedra –hay que advertir que algunas, por diversas y variopintas razones (en algunos casos, totalmente ajenas a su voluntad y a su capacidad docente e investigadora), jamás la obtendrán–, con el actual sistema de promoción y acceso pueden pasar más de 20 años de dedicación y trabajo en la docencia e investigación universitarias. Mientras tanto, el Estado viene realizando una importante inversión (pues es eso: una inversión) en cada profesor, para formarlo adecuadamente y que pueda desarrollar lo más digna y profesionalmente su actividad docente e investigadora.
– También debo referirme al tema de las retribuciones, que se incrementan –cuando ello sucede, lo que no acontece todos los años (incluso pueden verse disminuidas, como ocurrió en el mes de mayo del año 2010)– mediante la Ley de presupuestos generales del Estado a través de la estimación del incremento del coste de la vida mediante una previsión, la mayoría de las veces alejada de la realidad, de la variación del IPC. Ello supone que en los 12 años de este siglo, por poner un ejemplo, las retribuciones se incrementaron aproximadamente entre un 1 y un 2’5 por 100 anual, mientras los trabajadores de otros sectores económicos se veían agraciados con subidas anuales del 5, del 7 ó, incluso, del 10 por 100. Este dato no es una queja sino, sencillamente, una realidad, un hecho a tener en cuenta ahora que los funcionarios públicos somos vistos por algunos como unos seres privilegiados; mientras tanto, año tras año perdíamos poder adquisitivo en comparación con los trabajadores de muchos sectores económicos y estos mismos que ahora nos denostan jamás aludieron a este dato.
Cuando reflexiono sobre lo anterior, sobre los controles de calidad a los que nos vemos sometidos los profesores universitarios (creo que poquísimas profesiones tienen tantos controles periódicos) me pregunto por qué entonces gozamos de tan mala fama frente a la sociedad. ¿Qué hacemos mal? No se trata de considerarnos un dechado de virtudes, pues nuestro trabajo tiene un gran componente vocacional que nos permite disfrutarlo, pero tampoco que pasemos por ser unos seres despreciables, viles y egoistas a los que solamente interesa su propio bienestar y conservar nuestros presuntos «privilegios», a los que ya me he referido. En todo caso, lo que sí me parece claro es que en estos momentos los miembros de la comunidad universitaria hemos perdido la credibilidad delante de la sociedad, lo que, en definitiva, afecta a nuestro prestigio profesional –no me consuela que la Universidad como institución reciba en algunos concretos aspectos una valoración mejor que la de sus miembros–. Si la inmensa mayoría de los profesores universitarios –y cuando digo «mayoría» me refiero a porcentajes superiores al 95 por 100– nos dedicamos vocacionalmente a nuestra profesión y cumplimos escrupulosamente con los deberes que le son inherentes, ¿qué está sucediendo para que en estos momentos suframos tal desprestigio? ¿Por qué no conectamos con la sociedad?, ¿qué ve en nosotros la sociedad? A continuación intentaré explicar algunas de las causas que creo nos han llevado a esta situación.
De entrada hay que recordar que la Universidad tiene encomendada por ley el servicio público de la educación superior, lo que realiza mediante la investigación, la docencia y el estudio (art. 1 de la Ley Orgánica de Universidades). Si la mayoría de su personal docente e investigador cumplimos con las labores propias de este servicio público, ¿cuál es entonces el origen de nuestra mala fama? En mi opinión, el problema está en que de la sociedad valora de muy distinta manera esta misión de la Universidad. Por un lado, no valora en su justa medida la actividad investigadora. Obviamente, la gente quiere que haya avances científicos pero creo que no le importa si la investigación se realiza en la Universidad, en laboratorios de empresas privadas, en centros de investigación especializados o de forma personal. Lo importante es que alguien investigue. A la mayoría de la sociedad no le interesan los rankings de universidades ni las estadísticas sobre su producción científica. Esto solamente interesa, además de, como es lógico, a los miembros de la comunidad universitaria, a unos pocos frikis. Creo que la sociedad es más práctica: quiere ver que la universidad en la que elige matricularse o a la que envía sus hijos imparte una enseñanza de calidad y transmite conocimientos útiles y conectados con lo que la propia sociedad demanda. Ello me lleva a considerar que nuestro maltrecho prestigio social tenga posiblemente su origen en la segunda pata del servicio social que la Universidad debe prestar, la actividad docente, que es percibida como algo que afecta directamente a los miembros de la sociedad. La opinión que se tiene de la Universidad y de los profesores universitarios es la que le llega a través de nuestros «clientes», los alumnos. Estos sufren nuestra docencia y transmiten sus impresiones a sus familiares, quienes, a su vez, lo comentan con allegados, produciéndose un efecto multiplicador. Y creo que una parte muy importante del problema radica precisamente ahí, en la mala imagen que, en ocasiones y en algunos puntos muy concretos, transmitimos de nuestra actividad docente. Se me objetará que si antes he dicho que la mayoría de profesores cumplimos con nuestros deberes docentes, ¿cómo puede ser que podamos transmitir mala imagen? El problema, a mi entender, no radica en si impartimos docencia sino en cómo lo hacemos, en los detalles, en manifestaciones de nuestra actividad docente, que a la postre pueden llegar a transmitir una visión negativa de nuestro trabajo.
Lamentablemente, en algunos sectores académicos se percibe la docencia como una labor menor, indigna de la vida universitaria, que, según quienes así opinan, debe pivotar sobre la dignísima y excelsa actividad investigadora. Para estos sectores, la docencia nos quita recursos y dedicación a lo que de verdad importa: la investigación. Disiento totalmente de esta unilateral (y lamentable) visión universitaria. Como ya he dicho, la ley encomienda a la Universidad el servicio público de la educación superior de la sociedad mediante el ejercicio de la actividad docente e investigadora (no sólo investigadora). Y el ejercicio de la actividad docente precisa de actitud: vivir la docencia y no vivir de la docencia. La actividad docente es tan digna como la investigadora, no su hermana cenicienta. Con frecuencia se suele poner como excusa para la falta de implicación de los profesores en la docencia el que debe tratarse al alumno con madurez, pues «esto es una Universidad y no un colegio». Esta actitud permite a quien la defiende y practica implicarse lo menos posible en la docencia, distanciarse del trato con el alumno, limitarse a dar sus clases (preferentemente magistrales) y luego a desaparecer, pues al alumno hay que dejarlo que se busque la vida solo. En el fondo, lo que se pretende es que el alumno perturbe lo menos posible la actividad investigadora del docente y le deje tiempo para menesteres que considera más dignos y elevados. ¡Menos mal que cuando estamos enfermos y vamos al médico, éste no nos trata con la frialdad y distancia con la que, en ocasiones, tratamos a nuestros alumnos! ¡Apañados estaríamos y cómo lo lamentaríamos!
Me parece fundamental realizar autocrítica de nuestra actividad docente con el objeto de determinar nuestra parte alícuota de culpa y, en su caso, para intentar poner remedio a la situación actual. Por ello, a continuación me referiré a algunos ejemplos de actitudes que nos podemos encontrar en el quehacer docente universitario y que en nada, o en muy poco, coadyuvan a nuestro prestigio.
– Una manifestación de esta actitud docente distante, escasamente empática, es la alergia que algunos profesores presentan a las tutorías y al trato directo con el alumno. Les molesta tener que aclarar dudas o ayudar a los alumnos que no entienden sus explicaciones. Obviamente, es mucho más cómodo tratar con los alumnos listos, que entienden a la primera las explicaciones, que con aquellos a los que les cuesta entender las cosas. ¡Menuda novedad! Pero los profesores estamos fundamentalmente para enseñar y ayudar a quien tiene dificultades, no exclusivamente para lucirnos delante de los alumnos que captan a la primera nuestras explicaciones. ¿Cómo consiguen que los alumnos «torpes» no les molesten? Pues tratándolos de forma desabrida cuando osan acudir a tutorías; o incluyendo en los carteles en los que se anuncian los horarios de tutorías las más variadas advertencias, del tenor «las tutorías no son para contar problemas personales ni para suplir la falta de asistencia a clase»; o, sencilla y directamente, incumpliendo su horario de tutorías, ausentándose sistemáticamente de su despacho en dicho horario y no contestando a llamadas ni a correos electrónicos en los que los alumnos les piden realizar una tutoría.
– En los últimos años hemos asistido a un cambio radical de los planes de estudio con la implantación del sistema Bolonia. Pues bien, algunos docentes mantienen en las nuevas asignaturas de Grado el mismo programa, con idénticos contenidos, que los que tenían en los antiguos planes de Licenciatura, con asignaturas anuales. Las asignaturas han reducido a la mitad su duración pero ellos continúan manteniendo sus mismos contenidos. Eso sí, ya se han ocupado de anunciar a sus alumnos que solamente tendrán tiempo para explicarles en clase (de nuevo la reticencia a adaptarse a los nuevos tiempos, aferrándose a la clase magistral de toda la vida en la que se sienten seguros, pues nadie les pregunta) la mitad de temas que antes y que el resto del temario tendrán que preparárselo por el Manual. ¡Genial! ¡Para qué van a esforzarse en seleccionar en su Guía docente los temas más importantes! Si llevan 20, 30 o más años explicando lo mismo, ¿por qué van a tener ahora que cambiar de metodología y de contenidos?
– Acabo de mencionar los Manuales, lo que me permite hablar de algunas actitudes cuando menos chocantes. El Manual puede llegar a convertirse en un instrumento docente totalmente alejado del alumno, su destinatario natural, y dirigido al lucimiento académico del autor frente a sus colegas. Poco importa que los alumnos se encuentren con tropecientas páginas (como diría el castizo: cienes y cienes y cienes de páginas) y con teorías y contenidos, si no totalmente al menos bastante, inútiles para la obtención del título de Grado. Hace años que los profesores no podemos explicar, por extenso e inabarcable, todo el contenido de nuestras disciplinas, ¿a qué viene entonces el afán de hacerles tragar un Manual con cuestiones eruditas e innecesarias para la obtención de la titulación? La segunda gran perversión del Manual es su transformación en un instrumento para obtener un sobresueldo más o menos cuantioso: manuales caros e innecesarios dirigidos a una clientela cautiva. ¿Qué decir de autores de manuales que anualmente cambian el color de las tapas y exigen que el alumno tenga encima del pupitre, durante el examen, el ejemplar con el color correspondiente al año académico (curiosamente, la no coincidencia con el color del año acaba en suspenso del alumno)? ¿O del profesor que exige cada curso que los alumnos le entreguen comentadas determinadas páginas del Manual, que deben ser arrancadas del volumen y adjuntadas con el comentario? ¿O del anexo con ejercicios que deben ser contestados en las mismas páginas y luego entregadas al profesor? ¿O del implícito acuerdo unilateral profesor–alumno: tú me compras el Manual y yo, a cambio, te apruebo mi asignatura? ¿O... ... ? ¡Ah! y algunos manuales encima pueden llegar a tener precios confiscatorios. Se ha calculado que el coste medio aproximado por curso académico de la bibliografía «recomendada» para un estudiante de Grado suele ser de unos 600 euros. ¿Es ésta la aportación de la Universidad a los actuales momentos de grave crisis económica? Con lo anterior no quiero decir que todos los manuales y todos sus autores caigan en estas perversiones, ni mucho menos. Una gran mayoría ha entendido a la perfección qué es un Manual y lo ha redactado con criterios de asequibilidad para el alumno, así como la gran mayoría negocia con las editoriales la fijación de precios asequibles.
– La peligrosa transferencia del conocimiento a través de la docencia es otro de los puntos débiles de nuestra docencia. ¿Es beneficioso para nuestros alumnos transmitirles en las clases los resultados de nuestra investigación? Personalmente, soy muy escéptico sobre las eventuales ventajas de la transferencia de la investigación en la actividad docente. Para ser un buen docente no es preciso ser un buen investigador. Solamente se necesita tener un conocimiento actualizado de los temas que se deben explicar, lo que puede conseguirse con un buen y actualizado Manual, y un mínimo de empatía con los alumnos; en otras palabras, saber conectar con ellos. Es más, transmitir a nuestros alumnos los resultados de nuestras investigaciones puede llegar a ser para ellos bastante perturbador, además de acabar por restarnos a nosotros tiempo de los temas básicos que realmente importan.
Estos son algunos ejemplos de actitudes en las que podemos caer los docentes y que en nada ayudan a mejorar nuestro prestigio social. Nuestros alumnos las padecen, las cuentan a su padres y familiares, que, con lógica indignación la van comentando con amistades. Todas ellas presuponen que el profesor cumple con sus labores docentes; ahora bien, en ocasiones, lo hace a desgana, como mal menor, con poco convencimiento, sin pensar en ningún momento en el alumno, el destinatario de la docencia. ¿Y luego nos quejamos de la opinión que la sociedad tiene de nosotros? Cuando observo algunos abusos docentes por parte de determinados profesores universitarios, a estos últimos suelo echarles una maldición: «ojalá a sus hijos les toque en suerte un profesor como ellos.» Espero que así sea. Abogo por prestigiar la labor docente, que es la que la sociedad siente como más próxima. Trabajar con los alumnos y hacerles asequibles los conocimiento no está reñido con la exigencia ni con un aprendizaje de calidad. Humanidad y exigencia no son actitudes contrapuestas. Creo que debemos ser capaces de transmitir a la sociedad que somos unos competentes investigadores pero que también somos unos magníficos profesionales de la docencia y que nos preocupa la preparación académica de las futuras generaciones, impartiéndoles una docencia de calidad y adaptada a los tiempos y a las salidas profesionales.
Si de un buen profesor no te olvidas jamás, y de uno malo tampoco, ¿cómo nos recordarán nuestros alumnos? Esta es la pregunta del millón.
Y este es mi parecer, que gustosamente someto a cualquier otro mejor fundado.
Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares
– Cada seis años, al menos, se nos examina (si bien es cierto que de forma voluntaria) la actividad científica, es decir, nuestra productividad, desarrollada durante ese período.
– Cada cinco años debemos rendir cuentas de nuestra actividad docente.
– Periódicamente (entre cuatro y siete años), y dependiendo de la Comunidad Autónoma en la que radica nuestra Universidad, debemos someter el trabajo realizado en ese lapso temporal en los ámbitos docente, investigador e, incluso, de excelencia investigadora. El objeto de este nuevo examen es que una Comisión determine si somos acreedores del correspondiente complemento retributivo, que no suelen ser consolidables –al menos así sucede en mi Comunidad Autónoma–, por lo que si no se pasan los filtros de concesión/renovación se pierde el complemento. Es preciso recordar que, para alguno de estos complementos, el «examen» periódico los profesores lo realizamos no como un privilegio sino como una forma de equipar nuestros sueldos –fijados anualmente, como funcionarios públicos que somos, por la Ley de presupuestos generales del Estado– a los equivalentes de los funcionarios autonómicos que tienen nuestro mismo nivel retributivo, puesto que los nuestros son inferiores.
– Para ascender en la complicada escala de categorías docentes –más que «escala» creo que habría que hablar de «escalinata», al estilo de las pirámides de Chichén Itzá: Ayudante, Ayudante doctor, Contratado doctor, Profesor Titular, Catedrático (por no mencionar las figuras creadas específicamente por algunas Comunidades Autónomas)–, pues bien, el ascenso al peldaño superior implica que el candidato se someta a un proceso de acreditación ante una Comisión de especialistas y la realización de un concurso de acceso ante una nueva Comisión de especialistas. Como puede verse, las comisiones son consustanciales al mundo universitario.
– Cuando uno ya pertenece a una categoría y desea, por razones muy respetables y variadas, cambiar de destino, cambiar de Universidad, debe volver a someter su currículum docente e investigador a un nuevo proceso de evaluación ante otra Comisión de expertos; es decir, debe realizar un nuevo concurso de acceso.
– Todo lo anterior presupone que la persona que ha obtenido el título de «Licenciado» (a partir de ahora, el de «Graduado») y desea realizar la carrera académica, debe cursar y superar los correspondientes cursos de doctorado y másteres, demostrar su capacidad investigadora, escribir una tesis doctoral y que ésta reciba el visto bueno (el aprobado) que le otorga un tribunal de cinco especialistas, todos ellos doctores, del ámbito en el que se incardina la tesis.
– Lo anterior también supone que, desde que una persona obtiene el título de Licenciado (ahora, Graduado) y llega a la cúspide de la carrera docente, es decir, obtiene la Cátedra –hay que advertir que algunas, por diversas y variopintas razones (en algunos casos, totalmente ajenas a su voluntad y a su capacidad docente e investigadora), jamás la obtendrán–, con el actual sistema de promoción y acceso pueden pasar más de 20 años de dedicación y trabajo en la docencia e investigación universitarias. Mientras tanto, el Estado viene realizando una importante inversión (pues es eso: una inversión) en cada profesor, para formarlo adecuadamente y que pueda desarrollar lo más digna y profesionalmente su actividad docente e investigadora.
– También debo referirme al tema de las retribuciones, que se incrementan –cuando ello sucede, lo que no acontece todos los años (incluso pueden verse disminuidas, como ocurrió en el mes de mayo del año 2010)– mediante la Ley de presupuestos generales del Estado a través de la estimación del incremento del coste de la vida mediante una previsión, la mayoría de las veces alejada de la realidad, de la variación del IPC. Ello supone que en los 12 años de este siglo, por poner un ejemplo, las retribuciones se incrementaron aproximadamente entre un 1 y un 2’5 por 100 anual, mientras los trabajadores de otros sectores económicos se veían agraciados con subidas anuales del 5, del 7 ó, incluso, del 10 por 100. Este dato no es una queja sino, sencillamente, una realidad, un hecho a tener en cuenta ahora que los funcionarios públicos somos vistos por algunos como unos seres privilegiados; mientras tanto, año tras año perdíamos poder adquisitivo en comparación con los trabajadores de muchos sectores económicos y estos mismos que ahora nos denostan jamás aludieron a este dato.
Cuando reflexiono sobre lo anterior, sobre los controles de calidad a los que nos vemos sometidos los profesores universitarios (creo que poquísimas profesiones tienen tantos controles periódicos) me pregunto por qué entonces gozamos de tan mala fama frente a la sociedad. ¿Qué hacemos mal? No se trata de considerarnos un dechado de virtudes, pues nuestro trabajo tiene un gran componente vocacional que nos permite disfrutarlo, pero tampoco que pasemos por ser unos seres despreciables, viles y egoistas a los que solamente interesa su propio bienestar y conservar nuestros presuntos «privilegios», a los que ya me he referido. En todo caso, lo que sí me parece claro es que en estos momentos los miembros de la comunidad universitaria hemos perdido la credibilidad delante de la sociedad, lo que, en definitiva, afecta a nuestro prestigio profesional –no me consuela que la Universidad como institución reciba en algunos concretos aspectos una valoración mejor que la de sus miembros–. Si la inmensa mayoría de los profesores universitarios –y cuando digo «mayoría» me refiero a porcentajes superiores al 95 por 100– nos dedicamos vocacionalmente a nuestra profesión y cumplimos escrupulosamente con los deberes que le son inherentes, ¿qué está sucediendo para que en estos momentos suframos tal desprestigio? ¿Por qué no conectamos con la sociedad?, ¿qué ve en nosotros la sociedad? A continuación intentaré explicar algunas de las causas que creo nos han llevado a esta situación.
De entrada hay que recordar que la Universidad tiene encomendada por ley el servicio público de la educación superior, lo que realiza mediante la investigación, la docencia y el estudio (art. 1 de la Ley Orgánica de Universidades). Si la mayoría de su personal docente e investigador cumplimos con las labores propias de este servicio público, ¿cuál es entonces el origen de nuestra mala fama? En mi opinión, el problema está en que de la sociedad valora de muy distinta manera esta misión de la Universidad. Por un lado, no valora en su justa medida la actividad investigadora. Obviamente, la gente quiere que haya avances científicos pero creo que no le importa si la investigación se realiza en la Universidad, en laboratorios de empresas privadas, en centros de investigación especializados o de forma personal. Lo importante es que alguien investigue. A la mayoría de la sociedad no le interesan los rankings de universidades ni las estadísticas sobre su producción científica. Esto solamente interesa, además de, como es lógico, a los miembros de la comunidad universitaria, a unos pocos frikis. Creo que la sociedad es más práctica: quiere ver que la universidad en la que elige matricularse o a la que envía sus hijos imparte una enseñanza de calidad y transmite conocimientos útiles y conectados con lo que la propia sociedad demanda. Ello me lleva a considerar que nuestro maltrecho prestigio social tenga posiblemente su origen en la segunda pata del servicio social que la Universidad debe prestar, la actividad docente, que es percibida como algo que afecta directamente a los miembros de la sociedad. La opinión que se tiene de la Universidad y de los profesores universitarios es la que le llega a través de nuestros «clientes», los alumnos. Estos sufren nuestra docencia y transmiten sus impresiones a sus familiares, quienes, a su vez, lo comentan con allegados, produciéndose un efecto multiplicador. Y creo que una parte muy importante del problema radica precisamente ahí, en la mala imagen que, en ocasiones y en algunos puntos muy concretos, transmitimos de nuestra actividad docente. Se me objetará que si antes he dicho que la mayoría de profesores cumplimos con nuestros deberes docentes, ¿cómo puede ser que podamos transmitir mala imagen? El problema, a mi entender, no radica en si impartimos docencia sino en cómo lo hacemos, en los detalles, en manifestaciones de nuestra actividad docente, que a la postre pueden llegar a transmitir una visión negativa de nuestro trabajo.
Lamentablemente, en algunos sectores académicos se percibe la docencia como una labor menor, indigna de la vida universitaria, que, según quienes así opinan, debe pivotar sobre la dignísima y excelsa actividad investigadora. Para estos sectores, la docencia nos quita recursos y dedicación a lo que de verdad importa: la investigación. Disiento totalmente de esta unilateral (y lamentable) visión universitaria. Como ya he dicho, la ley encomienda a la Universidad el servicio público de la educación superior de la sociedad mediante el ejercicio de la actividad docente e investigadora (no sólo investigadora). Y el ejercicio de la actividad docente precisa de actitud: vivir la docencia y no vivir de la docencia. La actividad docente es tan digna como la investigadora, no su hermana cenicienta. Con frecuencia se suele poner como excusa para la falta de implicación de los profesores en la docencia el que debe tratarse al alumno con madurez, pues «esto es una Universidad y no un colegio». Esta actitud permite a quien la defiende y practica implicarse lo menos posible en la docencia, distanciarse del trato con el alumno, limitarse a dar sus clases (preferentemente magistrales) y luego a desaparecer, pues al alumno hay que dejarlo que se busque la vida solo. En el fondo, lo que se pretende es que el alumno perturbe lo menos posible la actividad investigadora del docente y le deje tiempo para menesteres que considera más dignos y elevados. ¡Menos mal que cuando estamos enfermos y vamos al médico, éste no nos trata con la frialdad y distancia con la que, en ocasiones, tratamos a nuestros alumnos! ¡Apañados estaríamos y cómo lo lamentaríamos!
Me parece fundamental realizar autocrítica de nuestra actividad docente con el objeto de determinar nuestra parte alícuota de culpa y, en su caso, para intentar poner remedio a la situación actual. Por ello, a continuación me referiré a algunos ejemplos de actitudes que nos podemos encontrar en el quehacer docente universitario y que en nada, o en muy poco, coadyuvan a nuestro prestigio.
– Una manifestación de esta actitud docente distante, escasamente empática, es la alergia que algunos profesores presentan a las tutorías y al trato directo con el alumno. Les molesta tener que aclarar dudas o ayudar a los alumnos que no entienden sus explicaciones. Obviamente, es mucho más cómodo tratar con los alumnos listos, que entienden a la primera las explicaciones, que con aquellos a los que les cuesta entender las cosas. ¡Menuda novedad! Pero los profesores estamos fundamentalmente para enseñar y ayudar a quien tiene dificultades, no exclusivamente para lucirnos delante de los alumnos que captan a la primera nuestras explicaciones. ¿Cómo consiguen que los alumnos «torpes» no les molesten? Pues tratándolos de forma desabrida cuando osan acudir a tutorías; o incluyendo en los carteles en los que se anuncian los horarios de tutorías las más variadas advertencias, del tenor «las tutorías no son para contar problemas personales ni para suplir la falta de asistencia a clase»; o, sencilla y directamente, incumpliendo su horario de tutorías, ausentándose sistemáticamente de su despacho en dicho horario y no contestando a llamadas ni a correos electrónicos en los que los alumnos les piden realizar una tutoría.
– En los últimos años hemos asistido a un cambio radical de los planes de estudio con la implantación del sistema Bolonia. Pues bien, algunos docentes mantienen en las nuevas asignaturas de Grado el mismo programa, con idénticos contenidos, que los que tenían en los antiguos planes de Licenciatura, con asignaturas anuales. Las asignaturas han reducido a la mitad su duración pero ellos continúan manteniendo sus mismos contenidos. Eso sí, ya se han ocupado de anunciar a sus alumnos que solamente tendrán tiempo para explicarles en clase (de nuevo la reticencia a adaptarse a los nuevos tiempos, aferrándose a la clase magistral de toda la vida en la que se sienten seguros, pues nadie les pregunta) la mitad de temas que antes y que el resto del temario tendrán que preparárselo por el Manual. ¡Genial! ¡Para qué van a esforzarse en seleccionar en su Guía docente los temas más importantes! Si llevan 20, 30 o más años explicando lo mismo, ¿por qué van a tener ahora que cambiar de metodología y de contenidos?
– Acabo de mencionar los Manuales, lo que me permite hablar de algunas actitudes cuando menos chocantes. El Manual puede llegar a convertirse en un instrumento docente totalmente alejado del alumno, su destinatario natural, y dirigido al lucimiento académico del autor frente a sus colegas. Poco importa que los alumnos se encuentren con tropecientas páginas (como diría el castizo: cienes y cienes y cienes de páginas) y con teorías y contenidos, si no totalmente al menos bastante, inútiles para la obtención del título de Grado. Hace años que los profesores no podemos explicar, por extenso e inabarcable, todo el contenido de nuestras disciplinas, ¿a qué viene entonces el afán de hacerles tragar un Manual con cuestiones eruditas e innecesarias para la obtención de la titulación? La segunda gran perversión del Manual es su transformación en un instrumento para obtener un sobresueldo más o menos cuantioso: manuales caros e innecesarios dirigidos a una clientela cautiva. ¿Qué decir de autores de manuales que anualmente cambian el color de las tapas y exigen que el alumno tenga encima del pupitre, durante el examen, el ejemplar con el color correspondiente al año académico (curiosamente, la no coincidencia con el color del año acaba en suspenso del alumno)? ¿O del profesor que exige cada curso que los alumnos le entreguen comentadas determinadas páginas del Manual, que deben ser arrancadas del volumen y adjuntadas con el comentario? ¿O del anexo con ejercicios que deben ser contestados en las mismas páginas y luego entregadas al profesor? ¿O del implícito acuerdo unilateral profesor–alumno: tú me compras el Manual y yo, a cambio, te apruebo mi asignatura? ¿O... ... ? ¡Ah! y algunos manuales encima pueden llegar a tener precios confiscatorios. Se ha calculado que el coste medio aproximado por curso académico de la bibliografía «recomendada» para un estudiante de Grado suele ser de unos 600 euros. ¿Es ésta la aportación de la Universidad a los actuales momentos de grave crisis económica? Con lo anterior no quiero decir que todos los manuales y todos sus autores caigan en estas perversiones, ni mucho menos. Una gran mayoría ha entendido a la perfección qué es un Manual y lo ha redactado con criterios de asequibilidad para el alumno, así como la gran mayoría negocia con las editoriales la fijación de precios asequibles.
– La peligrosa transferencia del conocimiento a través de la docencia es otro de los puntos débiles de nuestra docencia. ¿Es beneficioso para nuestros alumnos transmitirles en las clases los resultados de nuestra investigación? Personalmente, soy muy escéptico sobre las eventuales ventajas de la transferencia de la investigación en la actividad docente. Para ser un buen docente no es preciso ser un buen investigador. Solamente se necesita tener un conocimiento actualizado de los temas que se deben explicar, lo que puede conseguirse con un buen y actualizado Manual, y un mínimo de empatía con los alumnos; en otras palabras, saber conectar con ellos. Es más, transmitir a nuestros alumnos los resultados de nuestras investigaciones puede llegar a ser para ellos bastante perturbador, además de acabar por restarnos a nosotros tiempo de los temas básicos que realmente importan.
Estos son algunos ejemplos de actitudes en las que podemos caer los docentes y que en nada ayudan a mejorar nuestro prestigio social. Nuestros alumnos las padecen, las cuentan a su padres y familiares, que, con lógica indignación la van comentando con amistades. Todas ellas presuponen que el profesor cumple con sus labores docentes; ahora bien, en ocasiones, lo hace a desgana, como mal menor, con poco convencimiento, sin pensar en ningún momento en el alumno, el destinatario de la docencia. ¿Y luego nos quejamos de la opinión que la sociedad tiene de nosotros? Cuando observo algunos abusos docentes por parte de determinados profesores universitarios, a estos últimos suelo echarles una maldición: «ojalá a sus hijos les toque en suerte un profesor como ellos.» Espero que así sea. Abogo por prestigiar la labor docente, que es la que la sociedad siente como más próxima. Trabajar con los alumnos y hacerles asequibles los conocimiento no está reñido con la exigencia ni con un aprendizaje de calidad. Humanidad y exigencia no son actitudes contrapuestas. Creo que debemos ser capaces de transmitir a la sociedad que somos unos competentes investigadores pero que también somos unos magníficos profesionales de la docencia y que nos preocupa la preparación académica de las futuras generaciones, impartiéndoles una docencia de calidad y adaptada a los tiempos y a las salidas profesionales.
Si de un buen profesor no te olvidas jamás, y de uno malo tampoco, ¿cómo nos recordarán nuestros alumnos? Esta es la pregunta del millón.
Y este es mi parecer, que gustosamente someto a cualquier otro mejor fundado.
Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares
Totalmente de acuerdo con lo que publicas.
ResponderEliminarEse tipo de actitudes (las tutorías, los manuales, la docencia como hermana pobre de la Universidad) ya las criticaba en mi epoca de alumno, y ahora como profesor se siguen viendo, aunque tengo la impresión de que en menor medida que hace 20 años.
Quizas fuese necesario una mayor divergencia entre docencia e investigación. He tenido profesores, que por sus CV eran autenticos genios de la investigación, a los que se les ponía a dar clases en 1º, con lo que entiendo se desaprovechaba ese talento. y he tenido profesores magistrales (a los que escuchabas 3 horas seguidas y ni pestañeabas), que como instigaban poco, perdían sus clases.
Mi felicitación por su articulo.
Tienes mucha razón, amigo Anónimo, en lo que dices de que no todo el mundo sirve para la docencia y la investigación. Pero la mayoría de profesores universitarios (desde luego todos los de categoría funcionarial) tenemos dedicación a ambas tareas. No creo que haya que exigir ser un portento en ambas sino hacer ambas lo mejor que uno sabe y para ello hay que darse cuenta de los errores y de posibles formas de enmendarlos. Cuando yo empecé a dar clases (entonces yo era un simple becario del Plan FPI), a los nuevos "docentes" se nos lanzaba a los leones de las aulas sin ninguna preparación docente, sin un miserable curso sobre lo que hay y no hay que hacer, errores a evitar y consejos sobre como hacer atractiva la clase. Y así nos iba. ¡Pobres alumnos de mis primeros años! Yo hacía lo que podía, como podía y, sobre todo, como Dios me daba a entender. Los años y la experiencia me han cambiado totalmente. También hay que reconocer que aquella Universidad era distinta a la de ahora; con un llamado "Plan del 53" en Derecho, que nos obligaba a los profesores a largar unos pestiños increíbles y a los alumnos a memorizar, como vulgares opositores, una gran cantidad de información, mucha de la cual era inútil. Creo que lo importante es que los profesores, primero, nos creamos de verdad la docencia y luego seamos capaces de cambiar nuestros métodos y adaptarnos a los nuevos tiempos. Además, muchos profesores reticentes a Bolonia y a sus cambios no pondrían tantas objeciones si supieran que estos cambios hacen la docencia mucho más entretenida, especialmente cuando ya estás harto de explicar el mismo tema por centésima vez.
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ResponderEliminarAmigo Anónimo, te agradeceré que, si quieres, vuelvas a publicar tu comentario pero, esta vez, suprimiendo los nombres de los profesores y el nombre del Laboratorio. Acusar a personas concretas, con nombres y apellidos, de realizar prácticas criticables (o, incluso, reprobables) desde el anonimato no me parece justo ni "equilibrado". Las personas acusadas, que se ven sometidas con nombres y apellidos a la crítica pública, tienen derecho a saber quién les acusa, cuando no por si deciden emprender acciones judiciales contra el autor de las afirmaciones.
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